Si pudiéramos observar la Tierra desde su satélite natural, la Luna, luciría como un planeta apacible, una esfera azul salpicada por masas de nubes sumida en una aparente e inalterable calma. Las grandes cuencas oceánicas y los mares, los continentes, las islas y los hielos perpetuos de los polos parecerían inmutables. Quizá tan sólo el movimiento de las nubes nos daría la impresión de que algo en ella cambia. Mirando desde ahí, tal vez muy pocos sabrían que la apariencia actual del planeta es el resultado de la acción acumulada, a lo largo de varios miles de millones de años, de fenómenos naturales como los sismos y los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes, la erosión causada por el viento y el agua, así como por la actividad de los seres vivos.
Aún hoy día, esas fuerzas siguen modificando nuestro planeta: crean nuevas tierras y desaparecen otras, modelan las costas, remueven y alteran la vegetación y permiten la evolución de nuevas formas de plantas, animales y microorganismos. Nuestro mundo no es estático, está en continuo cambio.
Viajando hacia la Tierra y traspasando su atmósfera, se harían visibles las huellas de nuestra presencia. Si es
de noche, serán perceptibles los entramados de las zonas urbanas a manera de manchas de luz, así como
los caminos y las carreteras que las conectan; de día, los campos agrícolas y los caminos que cruzan bosques
y selvas serían reconocibles, tanto como los embalses que yacen detrás de las cortinas de las presas y las minas a cielo abierto, por mencionar tan sólo algunas cuantas de las huellas que la civilización moderna ha dejado sobre la superficie del globo.
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